sábado, 21 de enero de 2017

No hay nada de injusto en la muerte




Aunque el titulo de esta entrada pueda parecer un poco escandaloso, y hasta quizás una declaración de intenciones, no hay mucho de qué preocuparse. No tiene sentido andar preocupándonos por las cosas que no podemos cambiar, se podría resumir como lo que voy a describir aquí debajo.

Hace un par de días falleció un allegado a mi familia. Como de costumbre cada vez que alguien deja nuestro plano, lo primero que hacemos todos es cavilar acerca de la muerte. Mi viejo me hablaba de lo injusta que puede ser la vida, que se trataba de una persona intachable y que no merecía tan trágico final. Yo discrepé.

Cuando estás en contacto a diario con la muerte es fundamental que asumas pronto que la muerte es parte fundamental de la vida. Cuando ves algunas de las cosas que todos los días vemos los que intentamos prolongar la vida, descubres que la muerte no es ni de lejos lo peor que le puede suceder a una persona.

Así pues, procedí a explicarle a mi viejo cómo es que no hay nada de injusto en la muerte: cuando mueres, el único al que probablemente no habrá de importarle es a ti. Sí, la muerte puede parecer algo injusto para aquellos que amaban a la persona que se va, pero para el que muere, no importa si llevó una vida intachable o fue la peor de las personas, la muerte nos pone a todos en la misma condición.

No importa si has sido un gran genocida o si dedicaste tu vida al más puro altruismo, en la muerte todos somos iguales. No hay nada más justo que la muerte. Es por eso que nunca he comprendido cómo aquellos que sienten un odio patológico por otras personas les desean la muerte, en la muerte no hay dolor ni sufrimiento.

La vida es terriblemente injusta, sí. La muerte... es la única demostración de que no importa qué. al final todos somos iguales.

lunes, 24 de octubre de 2016

El día que fui ministro de economía




La vida está llena de situaciones extrañas que en muchos casos nos hacen cuestionarnos el sentido mismo de la realidad. Seguramente te ha tocado alguna vez vivir un momento que te ha hecho cuestionarte cómo rayos llegaste a ese punto. Esta es la historia de cómo un día, durante algunos minutos, fui Ministro del Poder Popular para la Economía.

Como todas las historias inverosímiles, mi relato empieza en un día común de mi aburrida vida de médico en un país en guerra civil sin estado de guerra declarada. Me encontraba yo trabajando, dando la consulta en el "hospital" en el que trabajo.

En mi pueblo tenemos una costumbre, siendo que todo el mundo tiene un contacto en alguna parte, nadie va al hospital sin su respectivo padrino. El padrino en esta cuestión era una supervisora de enfermería. Qué más da que tengamos gente con emergencias de verdad, hay que atender primero a las personas que de todos modos no tiene nada más importante que hacer, pero que tienen quien pelee por ellos.

El hecho es que este paciente en particular ameritaba que se le realizara cierto procedimiento médico. El procedimiento se puede hacer de tres maneras diferentes, aunque el tercero básicamente está proscrito en todos los libros de medicina moderna, resulta que también es el más económico. Los otros dos modos de realizar el procedimiento involucran un riesgo mucho menor y son los aceptados por la medicina moderna, pero su realización involucraba la compra de cierto instrumental.

El instrumental en cuestión cuesta al rededor de unos 30 dólares en estas latitudes. En mi país el mínimo que debería ganar un empleado por un mes de trabajo es el equivalente a unos 60 dólares. Fue entonces cuando el desastre se desató. Fue entonces cuando tuve que someterme al reproche de nuestra querida supervisora de enfermería, por cometer la desfachatez de querer realizar un procedimiento médico menos riesgoso pero que implicaba semejante desembolso de dinero para el paciente.

Dado que tal como los médicos, el personal de enfermería también está en la obligación de ser responsable y le explicar al paciente los riesgos de realizar un procedimiento bajo métodos proscritos, supuse que no se debió a eso el enfado para con mi persona de parte de la supervisora. Puesto que tampoco me dedico a vender instrumental médico, supongo que tampoco fue por eso por lo que se molestó. La única conclusión posible a la que pude llegar es la siguiente: en ese preciso instante era yo el Ministro del Poder Popular para la Economía.

Claro, definitivamente era todo mi culpa. Yo tenía genuinamente la culpa de que 30 dólares sea una cantidad de dinero absurdamente grande para un empleado promedio en mi país. Fue entonces cuando comencé a cuestionarme cómo pude dejar que la economía de mi país se fuera así al traste. ¿Cómo es que estoy permitiendo que en mi país un médico que trabaja 55 horas semanales gane menos de 100 dólares al mes?

Por suerte para mi país, no duré demasiado tiempo en el cargo. Fui destituido como MPP para la Economía Después de que un par de especialistas le explicara a la supervisora que ningún médico del hospital realizaría el procedimiento en los términos que le permitieran ahorrar su dinero al paciente porque lamentablemente todos contaban con esta absurda cosa llamada ética médica que las malvadas universidades tradicionales sembraron en nuestras cabezas.

Ahora, volviendo a la realidad, lo que realmente molestó a nuestra supervisora es que mi persona "asustó al paciente, mismo que ya no se dejaría realizar el procedimiento que le traería riesgos". Bajo la lógica de esta gente que sería capaz de cortarse una mano por este desgobierno que tenemos, es mejor que su amigo o familiar se someta a un procedimiento riesgoso antes que enfrentar la realidad: vivimos en un país en el que la salud no solo no es gratuita, sino que es muy cara cuando tienes en cuenta que todos vivimos en la mas miserable de las pobrezas.

jueves, 15 de septiembre de 2016

El rayo desestupidizador




¿Qué hace falta para considerar a un hombre inteligente? Parafraseando a Descartes, la inteligencia es el único tesoro que está bien distribuido, todo el mundo cree tener la suficiente. Evidentemente no.

En el ultimo año de la carrera recuerdo que teníamos un profesor que no resaltaba particularmente por su humildad. Desde la primera clase siempre nos dijo que él, uno de los últimos profesores que tendríamos en toda la carrera, sería el que nos enseñaría a estudiar como médicos, porque no lo sabíamos hacer. Luego de algunas clases enseñándonos -y debo admitir que algo de razón tenía-, nos contó cómo en todos sus años como docente de aquella asignatura enseñando a "estudiar como médicos", solo un estudiante fue golpeado, cito textualmente, "por un rayo desestupizador" que le permitió entender y al final de la asignatura se acercó para agradecerle por sus invaluables enseñanzas.

Desde mi siempre suspicaz perspectiva, era evidente lo que nos trataba de ilustrar. Todo aquél que no se acercara contribuir con el monumento a su ego, simplemente era estúpido. Lo sé, no hace falta ser un genio para llegar a esa conclusión, pero lo que parece obvio no siempre lo es tanto. Prosigo.

Al salir de aquella clase siempre iba al comedor con mis compañeros de clase más cercanos. Uno de mis amigos de aquél entonces me pregunta en un lo suficientemente serio si planeo hacer lo que aquél profesor básicamente intentaba sugestionarnos a hacer. Mi respuesta fue más que obvia. Y es que no soy el tipo de persona que necesita que los demás le consideren más o menos estúpido para dormir tranquilo.

Lo que me sigue maravillando cada vez que repaso mentalmente aquél evento es pensar en cómo dos personas tan aparentemente orgullosas de sí mismas como aquél profesor y mi amigo pueden estar tan necesitados de la aprobación ajena como para tratar de sugestionar a todos sus alumnos a que le deifiquen o ser uno de esos alumnos y dejarse seducir por aquella trampa.

El hecho es que definitivamente no hay un modo de medir la inteligencia. Aparentemente las personas se han inventado usar la aprobación de terceros como escala. Pero claro, si la aprobación de terceros sirviera para medir la inteligencia entonces nuestros políticos modernos no serían tan eficientes como han resultado ser. No en esta sociedad en la que la popularidad es más importante que los méritos.

Me divierte pensar en que probablemente muchos de mis compañeros de clase, más hambrientos de la aprobación de aquél genio que nos dio clase y menos doctos a la introspección, fueron como moscas directos a la trampa de luz. Y es que estoy tan seguro de que lejos de ser una única persona, decenas de estudiantes del ultimo año de medicina en mi escuela son golpeados por el rayo desestupidizador, mismo que a mi modo de ver las cosas solo encuentra a aquellos que no tienen muchas luces pero sí mucho deseo de aprobación.